sábado, 21 de marzo de 2015

Sombras de un recuerdo

   En una mañana de enero, en donde el ya exánime manto de la noche se rendía ante los trazos del amanecer, millones de vidas despertaban un día más. 
Un día más... nunca me gustó esa expresión. Suena demasiado a algo sin importancia, o a una última súplica cuando se acaba nuestro tiempo. Muchos dejan pasar las horas, amontonándolas en semanas vacías, llenas de mediocridad, en las que los días se suceden cada uno más irrelevante que el anterior, limitando sus acciones a una rutina que nada nuevo tiene por ofrecerles. Y lo peor, no es vivir en ese eterno bucle, sino aceptarlo con indiferencia.

   Yo antes era así.



   Dejaba escapar un día tras otro, esperando que llegase la mañana siguiente para anhelar nuevamente otro amanecer. Ignorante de mí que no era capaz de ver el tiempo que dejaba escapar en lugar de hacer algo grande con él. Pero aquel viernes fue especial. La luz del sol comenzaba a filtrarse por la ventana de mi habitación. Por el cristal entreabierto podía escuchar a unos niños jugando en algún parque cercano y los pájaros cantar. Sí... todo apuntaba a que sería un buen día, excepto por el nimio detalle de que la cama sobre la que dormí aquella noche, se encontraba en el tercer piso de un hospital.

   Mi mente estaba nublada como una tarde de otoño en la que caen hojas secas de recuerdos inertes. Pequeños fragmentos inacabados que intentaban decirme algo que no lograba comprender. Me dolía la cabeza, pero no tenía vendas ni heridas; era un dolor interno que ardía. A los pocos minutos de despertar, un médico entró en mi habitación.
―Estás listo para volver a casa―dijo mirando los papeles que portaba consigo, marchándose de nuevo antes de siquiera mirarme directamente a la cara―. Te daremos el alta esta misma tarde.

   Casi como unos breves segundos pasaron aquellas horas. Cuando quise darme cuenta, ya estaba con el equipaje en mano a las puertas del edificio, solo. Sin nadie que me preguntase si estaba bien, sin nadie que se preocupara por acompañarme hasta casa. Tan solo se me pidió una firma y se me dio una maleta con mis enseres en la que podía leerse la dirección de mi casa.
   Llegué allí y todo me parecía desconocido. Mi puerta, mi salón, mi cocina, hasta incluso mi propia habitación. Me costaba recordar quien fui yo antes de despertar en aquel hospital, pero me resultaba más difícil aún pensar que nadie vino a verme mientras estaba allí.
   Al día siguiente, mientras estaba en la cocina desayunando, encontré algo que llamó mi atención y que, por primera vez, me resultaba familiar; una nota de color rojo, pegada en la puerta de la nevera, decía así:
``4 de enero, turno de noche´´.
   Sí… recordaba aquello. Trabajaba en un restaurante como camarero a orillas de la playa; un lugar donde tiempo atrás recordaba ver a infinidad de parejas cenar en un ambiente paradisíaco. Buena comida, bellas vistas y la mejor compañía posible. ¿Cuántas veces había deseado ser yo el que se sentase en la mesa con alguien y no el que sirviera la comida?...
   Por la tarde llegué al trabajo casi como un ser invisible. Un ``buenas tardes y ponte el uniforme´´. Así comenzó una noche más de trabajo en la que nadie me preguntó qué tal había estado en el hospital. La noche se desarrolló sirviendo mesas como de costumbre, respirando la felicidad de los comensales desde el margen de la inexistencia, hasta llegada la hora de cerrar.

   Pasadas las 12, el jefe se me acercó cuando recogía mis cosas para volver a casa, y para mi extraña suerte, me dijo:
   ―Te toca limpiar la terraza. Déjala lista antes de marcharte.
   Lo cierto es que no solo tendría que limpiar, pues resignado a aceptar órdenes, me percaté de que aún quedaban clientes en las mesas de la playa, sobre la arena, concretamente, una sola mesa con una persona cuya única compañía, era una copa de vino. Una chica de larga melena que deslizaba su dedo por el borde de su copa, aburrida e impaciente. Todo apuntaba a que la habían dejado plantada aquella noche.
En un impulso que no alcancé a comprender del todo, me acerqué a ella lejos del protocolo educado de camarero, dejando rienda suelta a mi preocupación.
   ―¿Estás bien?―le dije.
   Ella me miró con cierta dificultad, quedando muda por unos segundos antes de responder.
   ―Creo que sí…
   Por un instante pensé en marcharme y dejarla en paz con sus pensamientos, pero al darle la espalda no tardé en girarme de nuevo, reflexionando un poco sobre cómo debía sentirse.
   ―¿Necesitas algo?―insistí.
   Ella sonrió.
   ―¿Te apetece sentarte?―respondió señalando la botella medio vacía.
   Aún no comprendía del todo qué estaba ocurriendo, pero fue la primera en mucho tiempo que no hizo como si no existiera, y lo cierto es que accedí a hacerle compañía.
   ―¿No te importa invitar a un desconocido?―le dije con una sonrisa.
   ―Es mejor que hablar sola.
   ―¿Una mala noche?
   ―Depende de cómo se mire.
   ―Supongo que nunca es agradable que la cita que esperas no aparezca―le dije con cierto gesto de tristeza, arriesgándome a meterme donde no me llamaban. Ella me miró, confusa, y después sonrió de forma tímida diciendo:
   ―¿Quién ha dicho que no haya aparecido?

   La noche transcurrió como la seda. Hablamos hasta cercano el amanecer, sentados en la mesa de aquella playa. No me importaba estar saltándome unas cuantas normas del restaurante, ni siquiera el hecho de no haber cumplido con mi turno de limpieza. Estaba allí, con ella, riéndonos como dos niños sin preocupaciones. Me habló de su familia, y yo de lo ocurrido en el hospital, pero cada vez que intentaba averiguar con quién había quedado aquella noche, la respuesta era difusa, orientada a cambiar de tema cuanto antes.

   Pasaron así los días. Aquella primera noche nos dimos los teléfonos, señal de que aquello no quedaría en una simple conversación. Comenzamos a charlar cada noche antes de dormir, forjando una rutina que comenzaba a gustarme. Cada tarde, al terminar el trabajo, allí estaba ella; con su sonrisa inconfundible, esperándome para dar una vuelta antes de volver a casa. Aquella noche me invitó a cenar en su casa. La mesa la decoraban dos platos con una pinta estupenda y un par de velas. Ella vio que, en el momento en el que vi la cena que había preparado, algo en mí se mostraba sorprendido.
   ¿Qué te pasa?me dijo.
   Yo, con una sonrisa que me gustaba imitar de su rostro, respondí:
   ¿Me creerías si te dijese que acabas de preparar mi plato favorito?.
   Ella, después de un fuerte abrazo, casi como un susurro, me dijo:
   Supongo que la suerte estaba de mi parte.

   Recuerdo que comenzamos a comer, y tuvimos una profunda charla al finalizar. Ella me puso al día de su vida y yo hice lo mismo. Sentía una complicidad que nunca antes había experimentado. Le conté lo ocurrido con mi pareja anterior, y las lágrimas de sus ojos reflejaban su capacidad para sentir el dolor que intentaba explicar.
   Fue lo mejor que tuve en mi vidale dije, pero un día, sin más, se marchó. No volví a saber de ella. Ni una llamada, ni un mensaje, nada, como si me hubiese borrado de su memoria y ya no se acordase de mí.
   Ella continuó llorando.
   ¿Y tú qué hiciste?quiso saber con la voz temblorosa.
   Al poco tiempo me desperté en el hospital. Es lo último que recuerdo. Puede que quizás, si la hubiese llamado una última vez, todo hubiese sido distinto, pero se marchó.
   Hay personas que nunca se van del todo…puntualizó cogiendo mi mano.
   Creo que ella sí que lo hizo, quizá por mi culpa, no lo sé. Siempre he dejado pasar oportunidades―le confesé en la más absoluta confianza―. No soy muy bueno a la hora de arriesgarme.
   ―¿Arriesgarte a qué?―quiso saber.
   ―A todo―respondí sin más.
   ―Igual aún estás a tiempo de no perderlo.
   ―Es demasiado tarde―negué―. Hay cosas que ya no tienen solución.
   Ella me miró a los ojos, sonriendo:
   ―Nunca es tarde para hacer algo que se quiere de verdad.
   No sé por qué lo hice, pero sin dar un segundo al silencio, la besé. La mejor sensación del mundo no fue hacerlo, sino sentir que ella también estaba deseando hacer lo mismo. Aquello fue el principio de algo que jamás llegaría a comprender del todo.

   Desde entonces, los meses venideros fueron de ensueño. Solía sorprenderme con cosas que me gustaban. De algún modo, siempre se adelantaba a todo. Si un día pensaba proponerle ir a ver una película, ella ya tenía las entradas preparadas sin llegar a decirle cuál quería ver. Si quería contarle algo que me había estropeado el día, ella ya estaba dándome su apoyo antes de explicárselo.
   ―¿Cómo lo haces?―le repetía mil veces entre risas.
   ―Te conozco―se limitaba a responder.

   Ella para mí siempre fue un saco de sorpresas, a diferencia de yo para ella, que me leía como un libro abierto. Lo cierto es que me gustaba esa constante sensación de sorpresa; me sentía querido, importante para alguien cuya mayor preocupación era hacerme sonreír.

   Pero cuando creí que todo seguiría siendo perfecto, recordé el mundo en el que vivía; cruel, gris, e injusto…
   Durante una mañana en la que ella salió a trabajar antes de lo habitual, yo, acurrucado en su cama, me acerqué a su mesilla de noche en busca de mi camiseta, cuando al buscar por los cajones, encontré una carta que yo nunca escribí. La letra me era desconocida, pero estaba seguro de que no era la suya, pues el contenido de la misma, era de una tercera persona que hasta entonces desconocía que existiera. Por el contexto de la carta pude apreciar que ella ya le había escrito varias veces, y que guardaba el trozo de papel como un tesoro muy preciado. Un tesoro en el que, ese ``otro´´, le confesaba su amor y ella le correspondía. Quise creer que se trataba de un antiguo ex-novio, pero la fecha señalaba tan solo dos semanas atrás.
    Me sentí roto, humillado, traicionado… aquello no podía pasarme a mí, no ahora. Cuando ella volvió a casa, el rojo de mis ojos le dijo que algo no iba bien.
   ―¿Estás bien?―quiso saber.
   ―¿Realmente crees que yo me merezco esto?―respondí con la carta arrugada por la ira entre mis manos.
   Ella quedó por unos instantes sin gesto en su rostro. Pálida, para después taparse la cara con sus manos y romper a llorar.
   ―Puedo explicártelo―se excusó cogiéndome de las manos con fuerza.
   ―¿Qué me vas a explicar? ¿Acaso no ha quedado claro?, no soy tan importante en tu vida como me hacías creer.
Ella negó con la cabeza desconsolada una y otra vez, intentando sujetar mis manos mientras yo intentaba darle la espalda.
   ―No lo entiendes―insistió.
   ―Desde luego―respondí iracundo―, nunca he entendido nada y eso es lo que siempre acaba destrozándome.
   Ella negó una vez más.
   ―Dime su nombre.
   ―¿Qué?
   ―Que cómo se llama.
   ―…
   ―¡Dímelo!
   ―No puedo…
   ―¡Su nombre!―grité desesperado.
   Entonces ella me miró a los ojos como nunca antes, rota de dolor, inhaló aire, y respondió:
   ―Alzheimer…
   Mi cuerpo lo recorrió un sudor frío. No lo entendía pero al mismo tiempo sabía de lo que me estaba hablando. Solo una frase recorría mi cabeza:
   ―No puede ser…
   Como un esfuerzo sobrehumano, ella se acercó al armario y sacó una vieja caja llena de polvo. Con suma dificultad, destapó su contenido y mostró un montón de objetos que fueron como un bombardeo de realidad en mi destartalada mente. Entre los enseres, una foto de nuestra boda a edad temprana me sobrecogió con un denso escalofrío, comenzando a comprender, comenzando a recordar.
   ―No puede ser…―repetí.
   ―Tú no lo sabes… pero siempre estuve ahí.
   ―No puede ser…
   ―En el hospital… en la nota de la nevera…
   ―No…
   ―Esperándote en el restaurante… y respondiendo a tus cartas...
   ―…
   ―Ya te dije que hay personas que nunca se marchan del todo…―finalizó antes de que yo cayese rendido en sus brazos ardiendo de dolor. La abracé con la intención de no soltarla jamás y ella hizo lo mismo. Quería despertar de aquel mal sueño convertido en realidad.
   ―Te quiero―le dije.
   ―Lo sé―respondió con voz temblorosa―. Te has enamorado de mí dos veces en una sola vida.
   ―No quiero perder esto.
   ―Nunca lo harás―intentó tranquilizarme―. Me quedaré aquí aunque no lo sepas.
   ―¿Y si acabo olvidándolo todo?
   Ella me miró, sonriendo esta vez, y antes de darme su último y primer beso, dijo:
   ―Entonces seré tu ``siempre´´ una y otra vez.

   Desde entonces, cada día viví con miedo de no saber lo que tenía, pero en cierto modo, comprender mi problema me ayudó a sobrellevarlo.
   El ser consciente del miedo a perder lo que uno más quiere con toda su alma me ayudó a tenerlo para siempre. Comprendiendo que hay idiotas que no saben lo que tienen aún cuando son capaces de recordarlo todo. Puede que yo no pudiese recordar, pero sí podía valorar a quien merecía la pena tener.
   Qué cierto es eso que dicen de que uno no sabe lo que tiene hasta que lo pierde, pero es curioso, pues yo, al olvidar continuamente, supe valorarlo como se merecía a cada instante de lucidez. Hoy entiendo que a pesar de mi maldición, si quiero a alguien, es de verdad, y que me volvería a enamorar de ella aunque mi cerebro no fuese capaz de reconocerla, pues ya la conocía de varias vidas atrás.

   Un día más… solo un día más para volver a enamorarme de ella. Un día más para volver a conocerla. Vivo cautivo en un bucle infinito en el que nos volvemos a encontrar, reviviendo el mejor día de mi vida sentado junto a ella en aquel restaurante, y recordando que siempre estará ahí... por un día más.


   Puede que las sombras del recuerdo azoten mi mente como olas en el mar. Puede que su choque injusto nublen mi razón, pero nunca serán tan fuertes como para apartarme de lo que nunca olvidará mi corazón.

-Vii Broken Crown-

``Tú me preguntabas cuánto te quería yo; te quiero siempre, amor´´. -Mägo de Oz, Siempre.

Dedicado a Sergio Mota, quien inspiró la idea original de este relato durante una noche de reflexión junto al mar. No olvides que los que tienen que quedarse en tu vida, nunca se irán, y quien lo haga, será porque nunca debió estar ahí. 

2 comentarios:

  1. Que bonicooooo te ha quedadoo!!!... Pero lo que mas me gusta, sin duda, es la dedicatoria!! ^^

    Sergio Mota.

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