En una mañana de enero, en donde el ya exánime manto de la noche
se rendía ante los trazos del amanecer, millones de vidas despertaban un día
más.
Un día más... nunca me gustó esa expresión. Suena demasiado a algo
sin importancia, o a una última súplica cuando se acaba nuestro tiempo. Muchos
dejan pasar las horas, amontonándolas en semanas vacías, llenas de mediocridad,
en las que los días se suceden cada uno más irrelevante que el anterior,
limitando sus acciones a una rutina que nada nuevo tiene por ofrecerles. Y lo
peor, no es vivir en ese eterno bucle, sino aceptarlo con indiferencia.
Yo antes era así.
Mi mente estaba nublada como una tarde de otoño en la que caen
hojas secas de recuerdos inertes. Pequeños fragmentos inacabados que intentaban
decirme algo que no lograba comprender. Me dolía la cabeza, pero no tenía
vendas ni heridas; era un dolor interno que ardía. A los pocos minutos de
despertar, un médico entró en mi habitación.
―Estás listo para volver a casa―dijo mirando los papeles que
portaba consigo, marchándose de nuevo antes de siquiera mirarme directamente a
la cara―. Te daremos el alta esta misma tarde.
Casi como unos breves segundos pasaron aquellas horas. Cuando
quise darme cuenta, ya estaba con el equipaje en mano a las puertas del
edificio, solo. Sin nadie que me preguntase si estaba bien, sin nadie que se
preocupara por acompañarme hasta casa. Tan solo se me pidió una firma y se me
dio una maleta con mis enseres en la que podía leerse la dirección de mi casa.
Llegué allí y todo me parecía desconocido. Mi puerta, mi salón, mi
cocina, hasta incluso mi propia habitación. Me costaba recordar quien fui yo
antes de despertar en aquel hospital, pero me resultaba más difícil aún pensar
que nadie vino a verme mientras estaba allí.
Al día siguiente, mientras estaba en la cocina desayunando,
encontré algo que llamó mi atención y que, por primera vez, me resultaba
familiar; una nota de color rojo, pegada en la puerta de la nevera, decía así:
``4 de enero, turno de noche´´.
Sí… recordaba aquello. Trabajaba en un restaurante como camarero a
orillas de la playa; un lugar donde tiempo atrás recordaba ver a infinidad de
parejas cenar en un ambiente paradisíaco. Buena comida, bellas vistas y la
mejor compañía posible. ¿Cuántas veces había deseado ser yo el que se sentase
en la mesa con alguien y no el que sirviera la comida?...
Por la tarde llegué al trabajo casi como un ser invisible. Un
``buenas tardes y ponte el uniforme´´. Así comenzó una noche más de trabajo en
la que nadie me preguntó qué tal había estado en el hospital. La noche se
desarrolló sirviendo mesas como de costumbre, respirando la felicidad de los
comensales desde el margen de la inexistencia, hasta llegada la hora de cerrar.
Pasadas las 12, el jefe se me acercó cuando recogía mis cosas para
volver a casa, y para mi extraña suerte, me dijo:
―Te toca limpiar la terraza. Déjala lista antes de marcharte.
Lo cierto es que no solo tendría que limpiar, pues resignado a
aceptar órdenes, me percaté de que aún quedaban clientes en las mesas de la
playa, sobre la arena, concretamente, una sola mesa con una persona cuya única
compañía, era una copa de vino. Una chica de larga melena que deslizaba su dedo
por el borde de su copa, aburrida e impaciente. Todo apuntaba a que la habían
dejado plantada aquella noche.
En un impulso que no alcancé a comprender del todo, me acerqué a
ella lejos del protocolo educado de camarero, dejando rienda suelta a mi
preocupación.
―¿Estás bien?―le dije.
Ella me miró con cierta dificultad, quedando muda por unos
segundos antes de responder.
―Creo que sí…
Por un instante pensé en marcharme y dejarla en paz con sus
pensamientos, pero al darle la espalda no tardé en girarme de nuevo, reflexionando
un poco sobre cómo debía sentirse.
―¿Necesitas
algo?―insistí.
Ella sonrió.
―¿Te apetece
sentarte?―respondió señalando la botella medio vacía.
Aún no comprendía del
todo qué estaba ocurriendo, pero fue la primera en mucho tiempo que no hizo
como si no existiera, y lo cierto es que accedí a hacerle compañía.
―¿No te importa invitar a
un desconocido?―le dije con una sonrisa.
―Es mejor que hablar
sola.
―¿Una mala noche?
―Depende de cómo se mire.
―Supongo que nunca es
agradable que la cita que esperas no aparezca―le dije con cierto gesto de
tristeza, arriesgándome a meterme donde no me llamaban. Ella me miró, confusa,
y después sonrió de forma tímida diciendo:
―¿Quién ha dicho que no
haya aparecido?
La noche transcurrió como
la seda. Hablamos hasta cercano el amanecer, sentados en la mesa de aquella
playa. No me importaba estar saltándome unas cuantas normas del restaurante, ni
siquiera el hecho de no haber cumplido con mi turno de limpieza. Estaba allí,
con ella, riéndonos como dos niños sin preocupaciones. Me habló de su familia,
y yo de lo ocurrido en el hospital, pero cada vez que intentaba averiguar con
quién había quedado aquella noche, la respuesta era difusa, orientada a cambiar
de tema cuanto antes.
Pasaron así los días.
Aquella primera noche nos dimos los teléfonos, señal de que aquello no quedaría
en una simple conversación. Comenzamos a charlar cada noche antes de dormir,
forjando una rutina que comenzaba a gustarme. Cada tarde, al terminar el
trabajo, allí estaba ella; con su sonrisa inconfundible, esperándome para dar
una vuelta antes de volver a casa. Aquella noche me invitó a cenar en su casa.
La mesa la decoraban dos platos con una pinta estupenda y un par de velas. Ella
vio que, en el momento en el que vi la cena que había preparado, algo en mí se
mostraba sorprendido.
―¿Qué te pasa?―me dijo.
Yo, con una sonrisa que
me gustaba imitar de su rostro, respondí:
―¿Me creerías si te dijese que acabas de
preparar mi plato favorito?.
Ella, después de un
fuerte abrazo, casi como un susurro, me dijo:
―Supongo que la suerte estaba de mi parte.
Recuerdo que comenzamos a
comer, y tuvimos una profunda charla al finalizar. Ella me puso al día de su
vida y yo hice lo mismo. Sentía una complicidad que nunca antes había
experimentado. Le conté lo ocurrido con mi pareja anterior, y las lágrimas de
sus ojos reflejaban su capacidad para sentir el dolor que intentaba explicar.
―Fue lo mejor que tuve en mi vida―le dije―, pero un día, sin más, se marchó. No volví a saber de
ella. Ni una llamada, ni un mensaje, nada, como si me hubiese borrado de su
memoria y ya no se acordase de mí.
Ella continuó llorando.
―¿Y tú qué hiciste?―quiso saber con la voz temblorosa.
―Al poco tiempo me desperté en el hospital.
Es lo último que recuerdo. Puede que quizás, si la hubiese llamado una última
vez, todo hubiese sido distinto, pero se marchó.
―Hay personas que nunca se van del todo…―puntualizó cogiendo mi mano.
―Creo que ella sí que lo hizo, quizá por mi
culpa, no lo sé. Siempre he dejado pasar oportunidades―le confesé en la más
absoluta confianza―. No soy muy bueno a la hora de arriesgarme.
―¿Arriesgarte a qué?―quiso
saber.
―A todo―respondí sin más.
―Igual aún estás a tiempo
de no perderlo.
―Es demasiado tarde―negué―.
Hay cosas que ya no tienen solución.
Ella me miró a los ojos,
sonriendo:
―Nunca es tarde para
hacer algo que se quiere de verdad.
No sé por qué lo hice,
pero sin dar un segundo al silencio, la besé. La mejor sensación del mundo no
fue hacerlo, sino sentir que ella también estaba deseando hacer lo mismo.
Aquello fue el principio de algo que jamás llegaría a comprender del todo.
Desde entonces, los meses
venideros fueron de ensueño. Solía sorprenderme con cosas que me gustaban. De
algún modo, siempre se adelantaba a todo. Si un día pensaba proponerle ir a ver
una película, ella ya tenía las entradas preparadas sin llegar a decirle cuál
quería ver. Si quería contarle algo que me había estropeado el día, ella ya
estaba dándome su apoyo antes de explicárselo.
―¿Cómo lo haces?―le repetía
mil veces entre risas.
―Te conozco―se limitaba a
responder.
Ella para mí siempre fue
un saco de sorpresas, a diferencia de yo para ella, que me leía como un libro
abierto. Lo cierto es que me gustaba esa constante sensación de sorpresa; me sentía
querido, importante para alguien cuya mayor preocupación era hacerme sonreír.
Pero cuando creí que todo
seguiría siendo perfecto, recordé el mundo en el que vivía; cruel, gris, e
injusto…
Durante una mañana en la
que ella salió a trabajar antes de lo habitual, yo, acurrucado en su cama, me
acerqué a su mesilla de noche en busca de mi camiseta, cuando al buscar por los
cajones, encontré una carta que yo nunca escribí. La letra me era desconocida,
pero estaba seguro de que no era la suya, pues el contenido de la misma, era de
una tercera persona que hasta entonces desconocía que existiera. Por el
contexto de la carta pude apreciar que ella ya le había escrito varias veces, y
que guardaba el trozo de papel como un tesoro muy preciado. Un tesoro en el
que, ese ``otro´´, le confesaba su amor y ella le correspondía. Quise creer que
se trataba de un antiguo ex-novio, pero la fecha señalaba tan solo dos semanas
atrás.
Me sentí roto, humillado, traicionado…
aquello no podía pasarme a mí, no ahora. Cuando ella volvió a casa, el rojo de
mis ojos le dijo que algo no iba bien.
―¿Estás bien?―quiso
saber.
―¿Realmente crees que yo
me merezco esto?―respondí con la carta arrugada por la ira entre mis manos.
Ella quedó por unos
instantes sin gesto en su rostro. Pálida, para después taparse la cara con sus
manos y romper a llorar.
―Puedo explicártelo―se
excusó cogiéndome de las manos con fuerza.
―¿Qué me vas a explicar? ¿Acaso
no ha quedado claro?, no soy tan importante en tu vida como me hacías creer.
Ella negó con la cabeza desconsolada una y otra vez, intentando
sujetar mis manos mientras yo intentaba darle la espalda.
―No lo entiendes―insistió.
―Desde luego―respondí
iracundo―, nunca he entendido nada y eso es lo que siempre acaba destrozándome.
Ella negó una vez más.
―Dime su nombre.
―¿Qué?
―Que cómo se llama.
―…
―¡Dímelo!
―No puedo…
―¡Su nombre!―grité
desesperado.
Entonces ella me miró a
los ojos como nunca antes, rota de dolor, inhaló aire, y respondió:
―Alzheimer…
Mi cuerpo lo recorrió un
sudor frío. No lo entendía pero al mismo tiempo sabía de lo que me estaba
hablando. Solo una frase recorría mi cabeza:
―No puede ser…
Como un esfuerzo
sobrehumano, ella se acercó al armario y sacó una vieja caja llena de polvo.
Con suma dificultad, destapó su contenido y mostró un montón de objetos que
fueron como un bombardeo de realidad en mi destartalada mente. Entre los
enseres, una foto de nuestra boda a edad temprana me sobrecogió con un denso
escalofrío, comenzando a comprender, comenzando a recordar.
―No puede ser…―repetí.
―Tú no lo sabes… pero
siempre estuve ahí.
―No puede ser…
―En el hospital… en la
nota de la nevera…
―No…
―Esperándote en el
restaurante… y respondiendo a tus cartas...
―…
―Ya te dije que hay
personas que nunca se marchan del todo…―finalizó antes de que yo cayese rendido en sus
brazos ardiendo de dolor. La abracé con la intención de no soltarla jamás y
ella hizo lo mismo. Quería despertar de aquel mal sueño convertido en realidad.
―Te quiero―le dije.
―Lo sé―respondió con voz
temblorosa―. Te has enamorado de mí dos veces en una sola vida.
―No quiero perder esto.
―Nunca lo harás―intentó
tranquilizarme―. Me quedaré aquí aunque no lo sepas.
―¿Y si acabo olvidándolo
todo?
Ella me miró, sonriendo
esta vez, y antes de darme su último y primer beso, dijo:
―Entonces seré tu ``siempre´´
una y otra vez.
Desde entonces, cada día
viví con miedo de no saber lo que tenía, pero en cierto modo, comprender mi
problema me ayudó a sobrellevarlo.
El ser consciente del miedo
a perder lo que uno más quiere con toda su alma me ayudó a tenerlo para
siempre. Comprendiendo que hay idiotas que no saben lo que tienen aún cuando
son capaces de recordarlo todo. Puede que yo no pudiese recordar, pero sí podía
valorar a quien merecía la pena tener.
Qué cierto es eso que
dicen de que uno no sabe lo que tiene hasta que lo pierde, pero es curioso,
pues yo, al olvidar continuamente, supe valorarlo como se merecía a cada
instante de lucidez. Hoy entiendo que a pesar de mi maldición, si quiero a alguien, es de
verdad, y que me volvería a enamorar de ella aunque mi cerebro no fuese capaz
de reconocerla, pues ya la conocía de varias vidas atrás.
Un día más… solo un día
más para volver a enamorarme de ella. Un día más para volver a conocerla. Vivo
cautivo en un bucle infinito en el que nos volvemos a encontrar, reviviendo el mejor día de mi vida sentado junto a ella en aquel
restaurante, y recordando que siempre estará ahí... por un día más.
Puede que las sombras del
recuerdo azoten mi mente como olas en el mar. Puede que su choque injusto nublen mi razón, pero nunca serán tan fuertes como para
apartarme de lo que nunca olvidará mi corazón.
-Vii Broken Crown-
``Tú me preguntabas cuánto te quería yo; te quiero siempre, amor´´. -Mägo de Oz, Siempre.
Dedicado a Sergio Mota, quien inspiró la idea original de este relato durante una noche de reflexión junto al mar. No olvides que los que tienen que quedarse en tu vida, nunca se irán, y quien lo haga, será porque nunca debió estar ahí.
Que bonicooooo te ha quedadoo!!!... Pero lo que mas me gusta, sin duda, es la dedicatoria!! ^^
ResponderEliminarSergio Mota.
Me encanto el relato.. Gracias.
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